Conocí a Malala Yousafzai en octubre de 2012. Tenía 15 años
y hacía poco que se había convertido en carne de titular a raíz de ser
tiroteada por un talibán cuando viajaba en su autobús escolar. Rostro conocido
en Pakistán por haber hecho campaña en favor de la educación de las niñas,
alguien pronunció su nombre y le dispararon tres tiros. Dos semanas más tarde
se despertó en Birmingham, tras haber sido trasladada a Gran Bretaña en estado
crítico. Incapaz de hablar al principio, se comunicaba con los médicos mediante
un cuaderno; después de un mes era capaz de mover la cara y sonreír.
Hoy, con 17 años y residiendo en Birmingham junto a sus
padres y dos hermanos más jóvenes que ella, Malala se asombra de cómo ha
cambiado su vida. Lanzada a la fama mundial, las campañas de la recién elegida
premio Nobel de la Paz han encontrado apoyo en todo el mundo, desde Isabel II
de Inglaterra a Angelina Jolie. En su decimosexto cumpleaños pronunció un
discurso en Naciones Unidas en Nueva York, donde instó a los dirigentes a
emprender la lucha contra el analfabetismo, la pobreza y el terrorismo en el
mundo. Después viajó a Nigeria, donde emplazó al Gobierno a asumir la
responsabilidad de recuperar a más de 200 colegialas secuestradas. En su libro
'Yo soy Malala' (Alianza), afirma: "Los talibanes me dispararon para
silenciarme, pero hoy el mundo entero está escuchando mi mensaje".
Nos vemos en domingo porque está estudiando en estos
momentos para obtener el Certificado General de Educación Secundaria. Le queda
aún un año, pero sigue una regla muy estricta acerca de la asistencia a clase.
"Solo faltaré a la escuela por un compromiso que suponga un cambio de
verdad", explica. "Es la cuestión que me planteo ante cada solicitud
y si la respuesta es afirmativa, digo: 'Vale, sacrifico un día lectivo por la
educación de millones de niños que no van a la escuela'". Está decidida a
aprobar con sobresaliente todas las asignaturas del curso que viene, antes de
lanzarse a por las materias que dan acceso a la enseñanza superior. "Voy a
elegir letras. Nada de ciencias", aclara.
"Me pone de mal humor la imagen de la mujer occidental.
¿Qué quieren decir las letras de las canciones pop, que estamos ahí solo para
ser tratadas como objetos?"
Tengo curiosidad por saber si mantiene relación todavía con
sus amigas de la infancia. "Nos conectamos por Skype a todas horas",
me dice. "Simplemente hablamos de las cosas normales. A veces pienso, ¿de
qué charlábamos antes? ¡De nada! ¡Y de todo! Es como una conversación que no se
ha interrumpido nunca. Algo parecido a: '¿Qué es de esa otra chica?' A lo que
me responden: '¡Ah, se ha casado!'. Ahora la mayoría de ellas están
comprometidas".
¿Cómo te hace sentir eso? "La verdad es que me dan
pena", responde. "Como tienen 17 o 18 años, la ley permite que
contraigan matrimonio, pero yo les he ido advirtiendo de que deberían haber
seguido con su educación. El problema es que las familias de sus maridos les
dicen que podrán seguir estudiando aunque se casen. Sin embargo, en muchos
casos lo prometen y después no les dejan hacerlo. Más tarde tienen un hijo, el
niño crece, luego llega otro bebé..., y así". ¿Te gustaría formar una
familia algún día?, le pregunto. Se echa a reír. "A lo mejor. ¡Pero
todavía no!". Vivir en Reino Unido representó para ella todo un choque
cultural. Para empezar estaba el clima, "frío, húmedo". Cuando empezó
en la escuela la invadió el desconcierto: "Tienen laboratorios
informáticos, de ciencias, libros bonitos, todo lo que puedas necesitar.
¡Internet!", explica entre risas. "Antes de venir aquí jamás en mi
vida había buscado nada en Google".
Hay aspectos de la cultura occidental que le han resultado
difíciles de aceptar. "Me pone un poco de mal humor la imagen de la mujer.
Se me hace bastante cuesta arriba escuchar música pop. Con frecuencia no
entiendo las letras pero, cuando me las traducen, pienso: '¿Qué quiere decir
esta canción? ¿Que las mujeres están ahí solo para ser tratadas como objetos?'.
Y la mayoría de las cantantes parecen haberlo aceptado. Claro, que tienen que
representar un papel", mueve la cabeza. "Y los políticos,
también".
Hablamos de la apatía que aparentemente sienten nuestros
jóvenes por la política. "En todos los países se considera que es una
pérdida de tiempo. La verdad es que a ninguno se le ocurre decir: '¡Eh,
metámonos en política!'. Otra cosa es que vivas bajo una ley que vaya en contra
de tus derechos. En ese caso es mucho más probable que estés interesado en
cambiar las cosas".
"La mayoría de mis amigas de la infancia están casadas
o comprometidas. Yo les he advertido de que deberían haber seguido con su
educación. La verdad es que me dan pena"
¿Qué consejo darías a alguien que cree que se está
produciendo una gran injusticia en su entorno pero no sabe por dónde empezar
para que le escuchen? "Tienes a tu alcance las redes sociales. Utilízalas.
Cuando estaba en Pakistán salía en televisión. A través de ella decíamos a los
políticos que queríamos recibir la educación que nos correspondía y que lo que
hacen los talibanes está mal. Ahora bien, es muy difícil hablar así cuando uno
de estos radicales está apostado a las puertas de tu casa. Es bastante más
fácil montar una protesta en Facebook".
Reconoce que si su voz se ha oído de forma universal ha sido
porque la suya fue una experiencia extrema. Pero, afirma, "en estos
momentos me escuchan y me apoyan de verdad. Aunque soy consciente de que eso
podría cambiar. La respuesta quizá no sea la misma en cinco o 10 años. Así que
no cuento con ello. Las cosas no suceden por sí solas". Su ambición es
llegar a ser primera ministra de Pakistán. Como lo fuera Benazir Bhutto,
asesinada en 2007, su ídolo. Cuando estaba en el hospital, los hijos de Bhutto
fueron a visitarla y le regalaron dos de los chales de la difunta política.
Malala llevó uno de ellos cuando pronunció su discurso en Naciones Unidas. ¿Te
preocupa tu seguridad en caso de volver a tu país? "¡Podría ir ahora
mismo!", sonríe. "Lo que ocurre es que quiero recibir una buena
educación universitaria. Montones de políticos han estudiado en Oxford, como
Benazir. Es la mejor arma".
A pesar de las amenazas de muerte de los talibanes (que ha
sufrido también su padre, quien sigue dirigiendo una escuela en Swat, ciudad
originaria de la familia, y que es agregado de Educación en el Reino Unido en
representación del consulado de Pakistán en Birmingham), Malala asegura no
estar preocupada por su seguridad en Inglaterra. "Aquí no se pueden
comprar armas, eso es bueno. Otra cosa clave es que mi familia vive con
normalidad. Si tienes a la policía todo el día delante de tu casa lo único que
consigues es decirle al mundo entero: 'Este es nuestro hogar'. Y por último, la
realidad es que algún día tenemos que morir, no se puede impedir".
Una vez al día se comunica por 'email' con el equipo que
coordina su agenda y gestiona el Fondo Malala (malalafund.org ), y todas las
semanas organiza conferencias telefónicas para hablar de las campañas. En la
escuela ha tenido problemas para encajar, porque nunca ha sido completamente
capaz de quitarse de encima la etiqueta de 'Malala, la niña a la que los
talibanes pegaron un tiro en la cabeza'. "Hago todo lo que puedo por ser
una estudiante normal. Pero, de repente, alguien me dice: '¡Te he visto en la
tele!'. ¡Es duro!". Y ahora, con el Nobel de la Paz en su haber, mucho
más. "Esto no es el final, sino el principio", afirmó al recibirlo,
para pesadilla de quienes quisieran que estuviera muerta. "Quiero ver a
todos los niños yendo al colegio y recibiendo educación", agregó.
Conociéndola, probablemente lo consiga. Ojalá.
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