Autor: Alina Amozurrutia
Lo que está bien y lo que está
mal se enseña desde el nacimiento en un entorno amoroso y la satisfacción de
sus necesidades básicas. Con el paso del tiempo se hace cada vez más complejo
pues lentamente se hará presente la voluntad del niño que intentará ir más allá
de los límites y descubrir el alcance de su autonomía. Es cuando, además de
proveedores de amor y cuidados, los papás tenemos que convertimos en educadores
y guías. Deberíamos ser los primeros en tener claros nuestros criterios morales
y la manera de transmitirlos para acertar en esta gran tarea que sólo podremos
dar por concluida el día que, como dice Vidal Schmill, nuestros hijos “sean
personas aptas para ejercer su autonomía y decidir sobre su vida de manera
constructiva para sí mismos y para quienes les rodeen.”
“Ayudar a la vida”
Una de las primeras cosas que hay
que recordar ante la tarea formativa de los niños es que, como dijo María
Montessori, el propósito de toda educación es “ayudar a la vida”, y para
conseguirlo no hay mejor guía que el niño y ese impulso vital que lo conduce
hacia su propio crecimiento. El querer se manifestará de formas muy diversas
dependiendo de la etapa de desarrollo en que se encuentre y nuestra misión es
permitir que cada vez que se exprese, lo haga de manera positiva, sin salirse
de ciertos límites (básicamente aquellos que imponen nuestra vulnerabilidad
como seres humanos y la sociedad).
Pero lograr que encuentren esa
forma positiva de sacar sus emociones e impulsos y acepten los límites que les
pongamos a lo largo de su educación no es tarea fácil porque, entre otras
cosas, como muchos filósofos y psicólogos lo han descrito (sobre todo
Schopenhauer, Nietzsche y Freud), ese querer es impetuoso, es voluntad de vida
y de poder, impulsividad enorme que incluye lo mismo el deseo erótico y
amoroso, que la agresividad más feroz o el miedo, que no ha sido frenado ni
apagado por la razón ni por las lecciones de la vida. Y a nosotros nos toca
ponerle freno y darle significado.
0 -1 año
Confianza básica
Durante los primeros meses de
vida el bebé necesita que cubran sus necesidades básicas (cuidado, alimentación
e higiene), además de recibir el máximo amor y cariño por parte de sus papás.
La certeza sobre la continuidad de esta atención constituye eso que Erikson
llamó la “confianza básica”, requisito esencial para que los niños logren la
autonomía. Cuando esto ocurre, él actúa por cuenta propia, se descubre y al
mundo que le rodea. Por el contrario, la pérdida de confianza traerá
consecuencias graves en la construcción de su identidad y en las relaciones
humanas que establezca en el futuro.
Primeras fronteras
Paralelo a la construcción de la
“confianza básica” los padres deben enseñar al bebé sus primeros “no”.
Alrededor de los seis meses, cuando empieza a externar su voluntad, puede
suceder que ponga en riesgo su integridad física o la de alguien más, en ese
momento hay que decirle categórica y claramente que no. De algún modo es su
introducción a la constante distinción que habrá de hacer en el futuro sobre lo
que está bien y lo que no. Considera esto:
No des mensajes dobles. O sea,
decir “no” y reírse, ya que el mensaje paralelo es de castigo y de gracia. Esto
confunde a cualquiera
No abuses del “no”. Si se lo
dices constantemente y en un proceso que naturalmente seguirá sucediendo
(ensuciarse mientras come o aprende a hacer algo de la forma correcta), el “no”
pierde fuerza y eficacia
Trata de educar positivamente y
enséñale a hacer las cosas. Pero no sólo con palabras también con el ejemplo, y
acompáñalo a su ritmo para que aprenda a hacerlo, es decir, repitiéndolo tantas
veces como sea necesario.
Haz valer tu palabra. Si estamos
diciendo que no a algo, somos los primeros que debemos encargarnos de que no se
repita cuando se presente la oportunidad. Lo mismo aplica para las cosas que
afirmemos. Esto le demuestra la relación entre decir y hacer, lo que además de
fortalecer la confianza en la palabra y la autoridad de los papás, es
fundamental para la construcción del lenguaje
Reserva los “no” más enérgicos
para faltas verdaderamente excepcionales y graves, es decir, aquellas en las
cuales los hijos pongan en peligro su vida, salud o libertad, o la de alguien
más. Ante esto se debe ejercer siempre total firmeza. Todas las demás serán
faltas menores o intermedias y no hace falta estresarse de más.
1-3 años
“Yo solo”
María Montessori decía que toda
ayuda inútil que se le brinde a un niño retardará su desarrollo; esta idea la
expresó en la frase: “Ayúdame a hacerlo yo solo” y explicaba que todos los
niños comprenden el valor que tiene desarrollarse y por eso, en cuanto pueden
expresarse, exigen que se les permita hacer las cosas por sí mismos. Entonces
el papel de los papás es dejarlos probar e intentar, ayudándoles lo menos
posible pero asegurando el éxito en las empresas que acometen. Así, todos sus
logros (caminar, hablar, controlar esfínteres) se traducirán en autonomía.
Esto empieza más o menos desde el
año y medio, etapa en la que también aprende a decir “no”, con lo cual se
enfrenta a los otros y a la autoridad. Henry Wallon, un connotado psicólogo
francés, decía que la respuesta que obtenga del “no” por parte de sus papás,
conformará el núcleo de sus actitudes futuras hacia la autoridad, a saber:
Autoritarios (dos posibilidades):
niños rebeldes, intolerantes y despóticos; o sumisos, que se doblegan
fácilmente y son incapaces de disentir por temor a las represalias.
Negligentes o irresponsables
(barcos): niños sin límites ni autocontrol.
Que ejercen una autoridad sana:
niños que saben seguir reglas aunque a veces las rompan, y que saben que la
última palabra está en los adultos.
3-6 años
Reglas y valores
Todo esto pone en evidencia la
importancia de tener reglas en casa y seguirlas. Desde los tres años, los niños
ya pueden entender lo que es una regla y cumplirla. Pero hacerlas es todo un
arte.
En su libro Disciplina
inteligente, Vidal Schmill nos da algunas claves:
Elegir valores prioritarios:
respeto, tolerancia, responsabilidad, bondad, justicia, libertad, lealtad,
etc., a partir de los cuales estructurarán esas reglas.
Las reglas pueden modificarse y
ser negociables, los valores no. Si consideramos el respeto, por ejemplo, se
derivarán reglas como las de “no pegar” o “no arrebatar” y preferir “pedir las
cosas amablemente y con palabras”, pues siempre es mejor que las reglas indiquen
en sí mismas la forma de poder hacer algo, más que una prohibición.
Conviene reglamentar sólo las
conductas que generen constantes conflictos.
Se deben hacer pocas reglas, que
sean claras y sencillas, que indiquen formas de conducta completas en sí mismas
y no condiciones para obtener un privilegio ni para evitar un castigo
Deben modificarse de acuerdo a la
edad de los niños e incluso, cuando son más grandes, gestionarse con ellos.
Con esto se busca que los niños
no actúen por el premio o el castigo, sino por una conciencia progresiva acerca
del bien que conllevan los principios de su acción y por una claridad acerca de
las consecuencias lógicas de sus actos. A la larga, lo positivo sería que esto
derivara en la formación de una conciencia moral y un sentido de
responsabilidad gracias al cual puedan justificar sus propias decisiones
morales a partir de sus propias reflexiones.
Otros referentes del bien y el mal
Es evidente que en la educación
moral de nuestros hijos intervienen mensajes que les transmitimos inconscientemente
con nuestro ejemplo cotidiano. Esto se confronta con aquello que queremos
reflejar. Acaso, la mejor y más difícil lección que podamos enseñarles es la de
nuestra permanente capacidad de transformación y auto-mejoramiento. Se trata de
un compromiso que tenemos que asumir primero que nada con nosotros mismos, y
por extensión con ellos.
Finalmente, la educación moral de nuestros hijos incluye
información que reciben de los medios y que viene acompañada de estímulos
visuales y sonoros que atrapan sus sentidos y llenan su imaginario de
fantasías. Ésta, especialmente si es reiterada, pasa a formar parte de su
inconsciente y funciona como referente o modelo para la regulación de sus
propias conductas, muchas veces sin ninguna reflexión y en dirección contraria
a lo que los padres desean. Por eso conviene vigilar lo que ven, para platicar
y reflexionar con ellos sobre lo que les llama la atención y sensibilizarlos
respecto a lo que ven.
Al final, lo que se busca es
formar niños con límites claros, capaces de seguir reglas y asumir
consecuencias, que puedan manejar sus emociones, que hagan respetar su dignidad
y la de los demás, que tengan recursos para procesar la información que
reciben, y que formen su propio criterio acerca de lo que está bien y lo que
está mal de acuerdo con los valores de su familia.
Fuente: http://www.bbmundo.com/bebes/psicologia/el-bien-y-el-mal-como-y-cuando-ensenarlo/
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